En la plaza de San Pedro, ante más de cien mil personas, monseñor Fisichella iba enunciando -no en orden alfabético- los movimientos y realidades eclesiales presentes en la vigilia de Pentecostés que presidía el Papa. Decía “comunidades neocatecumenales” y saltaban gritando los italianos que teníamos alrededor; decía “Cursillos” y los vietnamitas de unos metros más allá aplaudían y se jaleaban; decía “comunidad de San Egidio” y tremolaban las banderas los de la banda de enfrente; “Comunión y Liberación” y el estruendo retumbaba a la espalda; “Renovazione” y un mar de pañuelos rojos ondulaba en la zona de sillas delante de la escalinata. Y nosotros, ¿con quién íbamos?

Que es tanto como decir de quién somos. Bueno, una respuesta abiertamente paulina sería que no somos ni de Apolo ni de Cefas sino de Cristo. Otra respuesta sería que somos de la parroquia de San Juan Pablo II, comunidad de comunidades, misionera y acogedora para todo el que llame a su puerta. Suena hasta cursi. Digamos entonces que nosotros somos de Diana Marcela.
Se la presento. Viaja con su abuela Gloria en una silla de ruedas adaptada a su edad porque tuvo un problema en el parto y ello le ha provocado una discapacidad… Bueno, eso es muy discutible. Porque Diana Marcela, a quien ayer aplaudimos, vitoreamos y jaleamos, tuvo el privilegio de que un tiarrón del servicio de seguridad la llevara en volandas hasta el papamóvil para que León XIV la bendijera. Si era una bendita de antes, habrá que imaginar ahora.
Estábamos pendientes del recorrido del coche del Papa por toda la plaza en un baño de masas espectacular cuando las pantallas enfocaron a nuestra compañera de viaje, con la que llevamos tres días seguidos ayudando a sortear los obstáculos en la vía pública, los escalones para llegar a las iglesias y todo cuanto en las ciudades les hace la vida imposible a los que no tienen la agilidad de quienes nos podemos valer por nuestros propios medios.
Era ella. Braceaba en el aire mientras la elevaban por encima de la valla hasta aproximarla al Papa, conmovido, que le hizo la señal de la cruz en la frente. Hubo quien lloraba. A lágrima viva. Y entonces descubrimos que nosotros somos de Diana Marcela, la preferida a los ojos de Dios porque no puede hablar ni controla los movimientos de sus músculos pero se alegra y ríe, y sufre calor y suda en la silla de ruedas que en Roma, con treinta grados a la sombra, debe de aumentar el nivel de la tortura física.
Somos de ella porque es desvalida y, en cierto modo, descartada. Nunca podrá contribuir con su trabajo al bien común y su productividad siempre será negativa. Pero regala sonrisas y caritas de agradecimiento, grititos de felicidad en mitad de una misa para que no nos elevemos tanto como para olvidarnos de los hermanos que sufren, a los que nadie soporta cerca. Diana Marcela es nuestra toma de tierra.
A menudo, la experiencia espiritual se describe como una descarga eléctrica, un chispazo que eleva el espíritu y lo predispone a la intimidad con Dios. Pero se hacen precisos hilos que nos sujeten a tierra para entender que todo un Dios omnipotente se hizo hombre para redimir tu pecado. Y el mío.
Al sol, los pecados se orean. La indulgencia plenaria es como el añil que nuestras madres añadían al remojo de la ropa para blanquearla una vez que estaba limpia. Eso es lo que hicimos unos cuantos en el trayecto entre el Castello de Sant’Angelo y la vía de la Conciliazione por la que fuimos rezando y cantando tras una cruz para ganar el jubileo entrando por la Puerta Santa de San Pedro.
Especialmente emocionante, las letanías ‘sevillanas’ que fuimos rezando: San Isidoro, San Leandro, San Juan de Ribera, San Fernando, Santa Ángela de la Cruz, Santa María de la Purísima, San Manuel González… caramba, tenemos un buen ramillete de santos hispalenses. El arzobispo iba en cabeza. Vestido con traje talar, soportando un calor demoniaco, al frente de la peregrinación sevillana. Después en la basílica, llegamos hasta la misma tumba de San Pedro, donde se rezó un credo arremolinados en torno al baldaquino impresionante de Bernini.
A esas alturas, a los peregrinos de la esperanza se les habían escapado muchas lágrimas: a quien, al atravesar la puerta, a quien, al ver al cabo de dos décadas la Piedad de Miguel Ángel, enclaustrada en su jaula de cristal para protegerla de la locura humana; a quien, al llegar como quien llega a la meta, que es realidad el inicio de la carrera de la fe. Otra vez San Pablo.
De ello habló monseñor Saiz Meneses en su homilía, leída, en la iglesia de San Pietro in Montorio -la de los españoles en este jubileo, que para algo la sufragó Carlos V (aunque ahora no sé si antes o después del Saco de Roma)- con la que arrancamos el día. Centrada en la evangelización y perfectamente alineada con el discurso de León XIV en estas pocas semanas de pontificado.
De todo ello habló en su prédica el Papa. De sinodalidad, de ‘Laudato si’, de pueblo de Dios en camino, pero también de que el Paráclito “cambia el mundo porque cambia los corazones” y de que la evangelización es obra de Dios. León habló de “carismas que alimentan y gastan” las comunidades parroquiales cuando se dejan hacer por el Espíritu Santo.
Y eso es lo que nosotros, peregrinos de San Juan Pablo II, experimentamos cada vez que le hacemos sitio a Diana Marcela y a todos cuantos son como ellas en nuestra mesa. Porque no sólo son discapacidades físicas o cognitivas sino de otra índole espiritual o emocional las que se evidencian con las heridas de cada uno que llega a nuestra parroquia como el sediento alcanza el oasis en el desierto. Y todas pueden sanar. No por nuestros méritos, sino por la acción del Espíritu Santo a través de nosotros, como el Papa se encargó de recordarnos.
Fue muy emocionante. Creo que ese era el sentir generalizado de toda la expedición. Muy impresionante el júbilo con que los movimientos saludaban cada giro del automóvil del Papa, muy impactante la música de la vigilia, muy estimulante el sentirse un pequeño granito de arena (descendiente de la promesa de Yahvé a Abraham) en la playa inmensa de la Iglesia.
Me permito resaltar dos momentos especialmente inolvidables: el canto en gregoriano del ‘Veni creator’, el antiguo himno con el que se viene invocando al Espíritu Santo desde hace siglos, y el del padrenuestro en latín por toda la asamblea, multitudinaria y multifacética, con rostro asiático o latinoamericano antes que europeo.
Aquí acaba el día. Media hora después de la medianoche de una jornada intensísima en la que llevé a Paco de ruta a conocer los caravaggios de Roma: los sobrecogedores ‘Crucifixión de San Pedro’ y ‘Conversión de San Pablo’ de la capilla de Santa María del Popolo; la ‘Madonna del Loreto’ de San Agustín; ‘La vocación de San Mateo’ y sus lienzos compañeros de la capilla Contarelli de San Luis de los Franceses. Nos faltó ‘El entierro de Cristo’, pero para eso hubiera hecho falta hacer la ominosa cola para entrar en los Museos Vaticanos bajo el asfixiante calor de junio romano.
Como ingeniero que es, se sobrecogió con el Panteón de Agripa y con el trampantojo de la cúpula inexistente de la iglesia de San Ignacio de Loyola, donde están enterrados San Luis Gonzaga o San Roberto Belarmino, pero también el padre Dezza que evitó la disolución de la Compañía en tiempos del Papa Wojtyla o el jesuita de la misericordia, el padre Felice Cappello. Pensar que esas vidas ejemplares que están o van camino de los altares no las iluminó el Espíritu Santo lo mismo que ilumina la de nuestra Diana Marcela es no haber entendido nada de qué va esto.

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