Cardo Máximo

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Viaje a Cracovia / Último día

Viaje a Cracovia / Último día

Dios siempre es más. Y cuando crees que ya no caben más emociones en el mismo día que visitas Auschwitz-Birkenau y celebras misa en el Wadowice natal de San Juan Pablo II, te llevas un regalo más grande aun la víspera de la festividad del titular, cerrando el círculo que habíamos iniciado el primer día en Nowa Huta al pie de la cruz hincada en medio de un solar baldío. 

Ahí acabó el viaje, al pie de una cruz hincada en el solar donde se levanta la parroquia de San Juan Pablo II de Cracovia después de una oración de intercesión a cuatro manos entre el vicario Adam de la parroquia polaca y el vicario Juan de la sevillana. El paralelismo es tal entre ambas que hasta tienen una virgencita de Fátima -de esas que alguno puede considerar indigna por su prestancia- en el altar. Y una reliquia que veneramos mientras las hermanas HAM cantaban himnos de alabanza, todo de forma muy sencilla, casi naïf, incluso inocente, como si sentarse en el banco de los niños -el primero del lado del Evangelio- nos hubiera contagiado de su ingenuidad. 

Surgió casi de manera espontánea. Lo que le añade altas dosis de “diosidencia”: la oración de intercesión que se había frustrado el sábado en el santuario de la Divina Misericordia porque estaban cerradas las salas y el domingo en Czestochowa porque no daba tiempo, brotó del corazón en el barracón de la parroquia cracoviana sin proponérnoslo. Más auténtica, más de la Providencia y menos humana. Otra vez sus planes y los nuestros. 

No pudo haber mejor remate para la jornada que el Espíritu Santo derramando sus dones. Por cierto, el vicario Adam nos regaló estampitas del Papa Wojtyla con la oración al Espíritu Santo que rezaba a diario. ¿Queda alguien que dude que el plan de Dios es infinitamente más refinado y delicado que los nuestros?

Los nuestros habían empezado en Auschwitz-Birkenau, el campo de concentración y exterminio junto a la población polaca de Oswiecim. Visitar Auschwitz es asomarse a un pozo de iniquidad: una terrible experiencia que te deja el cuerpo cortado cuando descubres las montañas de pelo de los masacrados, los taludes de zapatos y botas, la maraña de gafas, los talits hebraicos arrebatados, las prótesis del todo inservibles porque los lisiados eran gaseados nada más llegar… 

Recorrer el campo en silencio, en grupos de treinta personas experimentando la sensación de ser conducido sin saber dónde, sobrecoge el ánimo y deposita en el espíritu un poso de amargura. Es abismarse en el mal absoluto, ese que despoja de su dignidad a la persona para usarla como mercancía o, simplemente, prescindir de ella. 

Qué profunda reflexión moral nos regaló Carmen Álvarez de vuelta en el autobús, cuando la sensación de frustración y de fracaso de la humanidad por lo vivido en las dos horas de la visita sólo la puede combatir una dosis de fe en Dios, de esperanza en una vida mejor y de amor al prójimo, que son tanto la víctima como su verdugo. 

Contemplando los bosques de la Pequeña Polonia se entiende mejor la poesía y la literatura de Karol Wojtyla. De modo análogo, contemplando los barracones donde se hacinaban los presos de los campos de concentración, recorriendo las duchas en que los gaseaban y observando los crematorios en los que se deshacían de los cuerpos como un molesto subproducto de la muerte total, se comprende mucho mejor la banalidad del mal de la que nos habló Hannah Arendt: es el mismo pecado -con diferente gradación, evidentemente- el de aquellos funcionarios del horror que se limitaban a cumplir órdenes que desembocaban en el exterminio que el nuestro cuando despreciamos -¡y hay tantas formas de arrebatarle la dignidad!- al prójimo. 

Esa muerte industrializada, ese horror elevado a su máxima expresión deja sin palabras. Serían insuficientes para describir el horror. Porque la vista no alcanza a imaginar la barbarie embrutecida del mismo modo que el olfato no alcanza a sugerir el olor a carne quemada que inundaría el ambiente con las chimeneas de los hornos a pleno funcionamiento y algunas hogueras al aire libre cuando no daban abasto para aniquilar las remesas de víctimas hasta dejarlas reducidas a cenizas y polvo. Ni siquiera enamorado, ni siquiera con sentido. 

Los grupos -muchos de jóvenes- recorren en silencio saliendo y entrando de los barracones con un rictus descompuesto mientras la hermosura del otoño parduzco y frío desprende las hojas de los álamos que caen al suelo con la misma facilidad con que caían las víctimas de la vesania nazi. Hojas caídas, vidas arrebatadas. Eso es todo. Belleza y monstruosidad de la mano. Crimen y castigo en distinto volumen. 

En el patio entre los barracones 10 y 11 está el paredón ante el que se ejecutaba a los presos condenados en juicios sumarísimos de dos minutos de duración. Un funcionario armado que cumplía órdenes superiores los mataba a sangre fría con un tiro en la nuca. Impresiona la empalizada recubierta de aglomerado para amortiguar las balas en el único patio cerrado de todo el complejo de muerte. 

Mientras lo visitábamos, una retroexcavadora del otro lado de la valla arañaba el suelo con unos ruidos horrísonos que expresaban mejor que las palabras que no éramos capaces de articular la monstruosidad de los crímenes cometidos allí ochenta años antes. Era, en términos cinematográficos, una elipsis como las que enseña ‘La zona de interés’, centrada en reconstruir la vida cotidiana de la familia del director del campo de exterminio sin que sea vea ningún plano de éste, sólo con sonidos en off del tableteo de ametralladoras, gritos desesperados y maquinaria pesada removiendo la tierra ensangrentada por la sangre de Abel derramado a manos de Caín. 

Aquella industria del pecado mortal aniquiló a 1.200.000 entre junio de 1940 y enero de 1944. Uno más entre esa marea de cadáveres, en la celda 18 del bloque 11, el prisionero 16670 murió de una inyección letal el 14 de agosto de 1941. Los números no pueden describir el dolor de pasar ante la celda de castigo en que Maximiliano Kolbe murió en lugar de Francisek Gajownicek. 

Son los nombres los que le devuelven dignidad a las víctimas. Las hojas que caen de los álamos no tienen nada que las identifique una por una, por eso el visitante atraviesa primero el túnel de los nombres, para que quede constancia de la identidad de todos a los que allí le arrebataron la vida. 

Del escenario de muerte de Auschwitz-Bikernau pasamos a la vida renacida de la pila en que Karol Wojtyla recibió las aguas bautismales en la parroquia de la Presentación de su Wadowice natal. Quizá necesitábamos ese contraste tan acusado para lavar con la gracia santificante la mancha del pecado, no sólo el original, sino también el colectivo y el individual. Todos los pecados, todo el mal, toda la iniquidad de la que el hombre es capaz. De lo peor, por supuesto, como habíamos visto con nuestros propios ojos por la mañana, pero también de lo mejor, “que no es mérito suyo, sino regalo de la gracia para disfrutar de una eternidad en su gloria”, dijo el padre Juan -al que muchos parroquianos han descubierto como un vibrante predicador- en la homilía. 

A las tres comenzamos nuestra eucaristía votiva en honor de San Juan Pablo II. Hermosa celebración. Es verdad que lo mejor de la peregrinación han sido las misas. Sin dudarlo. El vicario se apoyó en la monición de entrada para contraponer la muerte en vida de la shoah (holocausto se queda corto) con la vida nueva injertada en Cristo por medio del bautismo. “Esta pila es la causa material de su santidad”, manifestó con tono aristotélico. 

Quiso rematar su homilía donde la había empezado: remitiéndose a la predicación del Papa en Varsovia la víspera de Pentecostés de 1979 pidiendo al Espíritu Santo que se derrame y “renueve la faz de la tierra, ¡de esta tierra!” que somos todos nosotros. De ahí, al museo contiguo, en la casa natal de Wojtyla. 

Mucho más de lo que a simple vista parece. Bien expuesta su biografía e inteligente uso de los recursos audiovisuales sin agotar. Lástima que la parte del seguimiento de la policía secreta del régimen comunista entre 1948 y 1979 no estuviera traducida al inglés. Se podían intuir las fichas de los burócratas que vigilaban sus reuniones y anotaban sus movimientos cumpliendo órdenes, por supuesto. El mal siempre se muestra tan banal como un formulario. Me quedé sin saber qué era la operación ‘Lato 79’.  

El viaje iba tocando a su fin cuando Beata nos recogió las radios con que habíamos seguido sus explicaciones durante los últimos cuatro e intensísimos días. El círculo se iba cerrando. Curioso que las cuatro misas y el recorrido completo de estos días por Cracovia hayan dibujado la misma figura geométrica del círculo. Más curioso todavía que éste se haya inscrito en una cruz, la misma cruz hincada en un baldío de Nowa Huta, de nuestra parroquia en Montequinto y de la de Cracovia. 

Hemos hecho nuevas amistades, hemos anudado otras antiguas, hemos compartido fraternidad y nos llevamos, por pura gracia, una parroquia hermana en Polonia. Dios siempre es más. 

Fin del viaje. 

Ad maiorem Dei gloriam. 


Comentarios

2 respuestas a “Viaje a Cracovia / Último día”

  1. Avatar de rafaguilarsanchez
    rafaguilarsanchez

    Buenas crónica, como es de esperar..mi hija estuvo en Cracovia está pasada semana santa con su tía y me trajo de recuerdo un libro que compró allí. La muerte industrializada si… No conozco Polonia pero he visitado en Washington DC el museo del holocausto y me impresionaron los zapatos de las víctimas de aquello, entre otras cosas. Buenas vuelta.  Por cierto que en Córdoba han inaugurado hace poco una parroquia con el nombre de Juan Pablo II. Buen viaje de vuelta

    Yahoo Mail: Busca, organiza, conquista

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  2. Avatar de
    Anónimo

    Maravillosas crónicas. Haces pensar y sentir sin que una cosa moleste a la otra.

    Muchas gracias

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