El Cristo de la parroquia de Nowa Huta semeja el mascarón de proa de un navío: su fuerza expresionista, con las manos y los pies traspasados por tubos de acero, sobrecoge tanto como la historia que hay detrás de esta iglesia construida, por empeño de los obreros y de la Iglesia, allí donde no debía estar, en el barrio del ‘hombre nuevo’ socialista del que la fe religiosa se quería extirpar como un resabio del pasado en la nueva sociedad dirigida por el Partido Comunista. Ese Cristo descoyuntado es un grito poderoso contra el eclipse de Dios en nuestras sociedades, antes las del socialismo real y ahora las del capitalismo irreal.
Cuando llegamos, pasadas las siete de la tarde con la noche caída, el templo estaba vacío pero no mudo. Hablaban sus muros, el alto techo de madera como la quilla invertida de un barco, la piedra del altar, los tubos del órgano a los pies de la iglesia, las coloristas vidrieras apagadas y las escenas del viacrucis en un paisaje desolado de árboles desnudos como muñones en un campo de batalla.

Y hablaba el oficiante, el vicario parroquial, Juan Guzmán, con una homilía que arrancó con la exclamación paulina en la epístola a los romanos tomada de Isaías: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien! Qué hermosos los pies de los que en la parroquia de San Juan Pablo II llevan la Buena Noticia a su entorno, a su familia, a sus amigos, a sus conocidos. Esa fue la esencia de la prédica, apresurada porque obligaba la hora de cierre, pero sustanciosa como la sopa de la cena en un restaurante típico de los montes Tatras.
En la peregrinación hay muchos de estos amigos. Viejos conocidos del viaje a Tierra Santa de 2019, de los caminos de Santiago con la parroquia, del viaje a la JMJ de Lisboa del año pasado y de tantos proyectos pastorales que tienen cobijo en Olivar de Quintos. Y muchos rostros nuevos, de amigos que han encontrado en la parroquia el ánimo suficiente para vivir estos cinco días siguiendo las huellas de San Juan Pablo II.
De eso hablamos en el autobús, tratando de explicar las relaciones de la feligresía y San Juan Pablo II, más allá de ser el titular de la parroquia a través de la generosa Fundación Santo Súbito que, desde el primer momento, ha apoyado y consolidado su acción pastoral.
Carmen Álvarez, especialista en las obras teatrales de juventud de Karol Wojtyla que edita pacientemente sin desmayo, nos proporcionó las claves de la aventura vocacional del joven de Wadowice al que la invasión nazi de su país le cambió los planes: ya no sería actor o músico como soñaba sino sacerdote. Y luego, párroco, obispo, arzobispo, cardenal y Papa. Pero esa es otra historia que, de momento, no vamos a contar.

Nos quedamos, de momento, con el agradable paseo por Cracovia para conocer la basílica de Santa María con su torre vigía (la más alta de Cracovia), con el monumento al rey Ladislao Jallegón vencedor de los caballeros teutones en Grunwald (1410), con la enorme plaza del mercado y la lonja de los paños con los escudos de las ciudades y condados polacos pintados en la pared, la solitaria torre del Ayuntamiento porque un mal cálculo arruinó los cimientos del resto y con el patio del collegium Maius de la Universidad Jagellónica donde Wojtyla montaba obras de teatro.
En esa calle, el 6 de noviembre de 1939, apenas dos meses después de la ocupación nazi, fueron arbitrariamente detenidos casi 200 catedráticos y académicos de la Universidad, depuestos de sus cargos por las nuevas autoridades del Gobierno General (hasta el nombre se le borró a esta nación mártir entre las mártires) para lanzar el mensaje atemorizador que les convenía y descabezar además la élite académica y social de la ciudad.
Este clima político impregnó los años de formación del joven Wojtyla en el seminario clandestino del arzobispo Sapieha. Viajar a los lugares donde se desarrolló la vida de los protagonistas de la historia permite apreciar de una manera más elocuente que de palabra las circunstancias que incidieron en su biografía.
Por eso, conociendo de primera mano lo que significó el reparto de Polonia entre los archienemigos del Tercer Reich y la URSS merced al pacto Molotov-Ribbentrop, es más fácil hacerse idea de lo que debió significar el primer viaje del primer Papa polaco de la historia a su patria, en junio de 1979, con las divisiones de tanques soviéticos amenazantes en la frontera.
Lo que supuso de espaldarazo a las aspiraciones democráticas del pueblo polaco la misa en la víspera de Pentecostés en la plaza Victoria de Varsovia, donde se había congregado una muchedumbre de un millón de personas. Cómo acogieron la homilía, que hablaba de la obra del Espíritu Santo pero que todos entendieron que hablaba también de la patria violada por un régimen totalitario.
Este es el final de aquella homilía histórica: “No es posible comprender esta ciudad, Varsovia, capital de Polonia, que en 1944 se decidió a una batalla desigual con el agresor, a una batalla en la que fue abandonada por las potencias aliadas, a una batalla en la que quedó sepultada bajo sus propios escombros; si no se recuerda que bajo los mismos escombros estaba también Cristo Salvador con su cruz, que se encuentra ante la iglesia en Krakowskie Przedmiescie. Es imposible comprender la historia de Polonia desde Estanislao en Skalka, a Maximiliano Kolbe en Oswiecim, si no se aplica a ellos también ese único y fundamental criterio que lleva el nombre de Jesucristo.
Hoy, en esta plaza de la Victoria, en la capital de Polonia, pido, por medio de la gran plegaria eucarística con todos vosotros, que Cristo no cese de ser para nosotros libro abierto de la vida para el futuro. Para nuestro mañana polaco.
Y grito, yo, hijo de tierra polaca, y al mismo tiempo yo: Juan Pablo II Papa, grito desde lo más profundo de este milenio, grito en la vigilia de Pentecostés:
¡Descienda tu Espíritu!
¡Descienda tu Espíritu!
¡Y renueve la faz de la tierra!
¡De esta tierra!
Amén.”

Así es posible hacerse una idea de lo que suponía para los jóvenes de entonces que sólo habían conocido el régimen comunista lo que Juan Pablo II les decía desde la ventana del palacio episcopal ante la que nos hicimos nuestra primera foto de grupo. Con Cristo como mascarón de proa.


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