Escribo a media tarde sentado en el parque junto a la iglesia de Santa Eulalia de Silleda. Hay dos bustos de próceres locales y un chavalillo (aquí dirían rapaciño) ha llegado corriendo a encontrarse con los amiguitos llamando a voces al tal Telmo, que se llama la criatura: caramba, ¡todavía queda quien le pone nombres con carácter a los hijos! No todos van a bautizarse como Alejandro o Hugo.
Lo del bautismo es suposición mía, por supuesto, porque ya me tenía advertido Sonia del bajo nivel de práctica religiosa en esta tierra. En la parroquia justo enfrente, la misa vespertina es cosa de los sábados exclusivamente y como hemos llegado después de las doce del mediodía, pues otro templo cerrado más que nos encontramos en el camino. Qué le vamos a hacer.
Aún así, hoy hemos mirado mucho hacia arriba. Ha sido una etapa muy cerca del cielo, y no por el rosario que cae en nuestra hora de silencio, sino porque hemos caminado de cumbre en cumbre, contemplando a lo lejos desde casi todos los puntos cardinales la sierra de Candán y sus molinos de viento. Era llegar a un alto y disfrutar de las vistas. ¡Qué vistas! Qué panorámica desde la cima desparramando la mirada por laderas y prados, festoneados por un turbión de nubes que se iban disipando conforme avanzaba la mañana.
Qué lujo. Me sentía privilegiado de mirar en lontananza y que no me alcanzara la vista para tanto detalle. Para eso caminamos: para contemplar el horizonte y levantar la mirada de la dichosa pantalla del teléfono, del escritorio y del ordenador, de los problemas cotidianos, de todo lo que nos achica el horizonte vital.
Caminamos a diario con la cabeza gacha, fija la mirada en un par de metros por delante de nuestros pasos rutinarios. Tal como hago cuando nos metemos en la carballeira -cómo se agradecen las umbrías- para ver donde pisar y no dar un mal paso. Pero en cuanto salimos a un descampado, basta con echar un vistazo en derredor para disfrutar del paisaje: el sol en la mies riela, en las copas gime el viento y me siento capitán cantando alegre: Dozón a un lado, al otro Lalín y allá al frente, Santiago.
No lo vemos, claro. Todavía estamos a cuarenta kilómetros y hay muchas cuestas y muchos montes que subir y bajar, pero no importa porque Santiago es la meta a la que nos dirigimos. Lo intuimos aunque no lo veamos, ¿no es eso desarrollar confianza? El que anda eleva la mirada y persigue una meta. Más vale que merezca la pena, porque de metitas volantes decepcionantes que solo generan frustración vamos todos sobrados. Por eso el éxito del camino jacobeo, aunque no tenga la motivación religiosa de siglos atrás. Necesitamos horizontes a los que dirigir la mirada y llenarnos de ilusión por alcanzarlos. Cuánto más cerca del cielo, mucho mejor. Dónde va a parar.
Eso nos hace saltar obstáculos. Los naturales sabemos cómo: los ingenieros construyen puentes. Hoy me he cruzado con tres a los que me he quedado mirando un buen rato (a ver, uno tiene sus aficiones raritas) por el camino.
El primero, un viaducto de la línea de alta velocidad ferroviaria cerca de la estación de Lalín. Un enorme puente de viga sobre pilares con dos ménsulas cada uno. Me pareció que se había construido con tablero autoportante porque todavía se notan las dovelas. Alberto podrá sacarme de dudas. La línea férrea salvaba un desnivel mínimo mientras nosotros trepábamos por una pista asfaltada con la compañía de un perrillo beagle despreocupado.

Los otros dos, en Taboada, sobre el río Deza, que tiene nombre de cardenal de Sevilla. O es al revés y ahora no me acuerdo. El puente de la línea férrea de ancho Renfe es una prodigiosa construcción de arcos en cuyo intradós todavía son visibles las marcas del encofrado con tablazones hará un siglo o así. Apostaría a que hormigonaron con carretillas.
El último puente es el románico erigido en el año 912 con su único ojo ojival por el que pasa el río, cargado de agua. Sublime. Pero me quedo con los pilares de treinta metros o más del puente ferroviario cincuenta metros aguas abajo.
Bueno, pero ya está bien de hablar de puentes, que yo de lo que quería escribir hoy es de engrandecer horizontes y levantar la mirada al cielo. Puede que sea más cansado pero te hace más feliz. Lo sé porque lo he vivido.


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