Cardo Máximo

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Un silencio sepulcral

El aula Pablo VI es una soberbia construcción exenta capaz de albergar sentadas unas seis mil personas, aunque ayer la cifra de asistentes al encuentro nacional de la Renovazione nello Spirito Santo italiana (los carismáticos, para abreviar) se acercara más a cinco mil que al tope máximo.

En un momento dado, todo ese gentío que había estado cantando con los brazos al cielo, palmeando y jaleando aleluyas mientras la custodia con el Santísimo pasaba por el pasillo central antes de su reserva, se calló. Patti Gallagher Mansfield, una de las participantes en el retiro de la Universidad de Duquesne, en Pennsylvania, en febrero de 1967 pidió a los asistentes que guardaran silencio. Un minuto, dijo. Y se hizo un silencio sepulcral.

Al otro lado de las puertas de la sala, un bebé verraqueaba sin que nadie pudiera callarlo y el endiablado tránsito de la zona de Cavalleggeri se colaba casi tanto como la luz por los dos óculos cubiertos de vidrieras que descargan los volúmenes de la construcción.

Pero dentro no se oía una mosca. Ya digo, un silencio sepulcral. Pero no era esa ausencia de ruido de los cementerios, donde el viento saca esquirlas de mármol de las cruces de los panteones y el sol afila las lápidas. Era un silencio sepulcral, pero lleno de vida. Me vi a mí mismo con las manos a media altura y los ojos entornados pensando en diez años atrás, en junio de 2015, antes de que esta aventura del Espíritu se iniciara. ¿Qué hacía yo allí?

Eso mismo había preguntado Manuel Soria por la mañana, cuando los dos grupos de la peregrinación diocesana convergieron en la basílica de los Santos Apóstoles, donde están enterrados Felipe (crucificado) y Santiago el Menor (apaleado). Este domingo, el secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, oficiará la misa de Pentecostés. Nosotros, Dios mediante, estaremos en la plaza de San Pedro, donde presidirá el Papa León XIV, que se le impuso en la votación decisiva del cónclave. Caminos que se cruzan.

Quién nos ha traído a Roma, preguntó a bocajarro el delegado diocesano de Peregrinaciones. Resultó evidente que todos habíamos sido convocados de una manera sobrenatural para pasar este fin de semana de Pentecostés en el jubileo de los Movimientos, Nuevas Comunidades y Asociaciones. Diez años atrás, en aquel tempestuoso verano de 2015, ni lo hubiera imaginado. Pero allí estaba, dándole la paliza a la pobre guía con acotaciones de sabelotodo impertinente, descubriendo la ciudad a quienes la visitaban por primera vez y, por la tarde, en el 47 encuentro nacional de la Renovación Carismática italiana como quien se cuela en una fiesta a la que no lo habían invitado.

O sí, porque allí se hablaba un idioma que entendíamos a la perfección. No digo el inglés de la costa Este con el que hablaba Patti, vertido a un italiano vertiginoso para que Adrián Ríos nos lo tradujera al español a su vez a través de una aplicación en el teléfono. Tampoco digo el italiano de Pepe Prado, mexicano, cuya ponencia fue la segunda de la tarde. Digo el mensaje de cómo evangelizar con gran poder en el Espíritu Santo, que centró su discurso.

«El encuentro con Jesús no basta”, decía gesticulante mientras traía en auxilio de sus palabras la experiencia de Pilato o la del joven rico, que se cruzaron con el Señor sin que ese momento les cambiara la vida. Su encuentro, que claramente le había cambiado la vida, fue el 3 de diciembre del 71 al mediodía. “Después de Cristo”, añadió bromista. Y desgranaba tres ideas fuerza que regaló al auditorio: predicar el kerygma, evangelizar con carisma y evangelizar en comunidad.

Su intervención fue tan divertida como audaz, tan socarrona como excelente en cuanto a puesta en escena. Por ahí hay un vídeo de todo el auditorio -las cinco mil personas que calculo estaban bajo el mismo techo- haciendo tremolar las pañoletas rojas obsequio (el color del Espíritu Santo) de la organización cantando al unísono. Y no estaban en Pamplona: para los sanfermines todavía falta un mes.

A esas alturas de la tarde, el inicial escepticismo con que entré a la sala se había trocado en entusiasmo. Y eso que todavía no había empezado la misa presidida por monseñor Rino Fisichella, responsable del dicasterio de la Evangelización y de los actos del jubileo. Nos hicimos una foto con él, amable sin cansancio, antes de que se revistiera en la sacristía, entre alusiones al Cachorro y a la Macarena.

La misa fue ejemplar. El ministerio de música se revistió también con unas túnicas blancas para sonar como los mismos ángeles. Y los fieles cantaron a pleno pulmón cuando había que cantar y guardaron la compostura cuando hubo que guardarla: arrodillados, por ejemplo, en la consagración, o guardando turno para comulgar hasta que los organizadores lo disponían (a Paco y a mí nos mandaron sentar por dos veces porque no entendíamos el orden de la fila). El diácono que proclamó el Evangelio tenía una aterciopelada voz de barítono y la homilía fue una hermosa prédica en torno a la idea de “confesar la esperanza” que, al fin y al cabo, es el lema del año jubilar.

Pocas veces sale uno tan satisfecho de una misa tan multitudinaria, en la que siempre hay un grupito que está a por uvas y unos críos que alborotan, por ejemplo. Nada de eso. Pero cuando el presidente del consejo italiano de la Renovazione pidió a la asamblea que orara en lenguas (un rezo inspirado por el Espíritu Santo en el que uno no sabe los sonidos que articula) por el ministerio de monseñor Fisichella, a la fuerza impresionaba aquella muchedumbre cantando a una sola voz con mil fonemas ininteligibles mientras extendía las manos hacia el prelado: el rebaño también debe cuidar de sus pastores.

Fue una tarde gloriosa. Fue más que eso, una sacudida. Fue volver al amor primero, el del 2 de noviembre de 2015 a las nueve de la mañana. Fue sentir que “vive el Señor” como acabó cantando al unísono la asamblea al final de la intervención del evangelizador mexicano. Antes de eso, el silencio había sido sepulcral, pero porque el sepulcro -por si no lo saben todavía- está vacío.


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