Cardo Máximo

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El camarlengo exhorta a las hermandades a no encerrarse «en círculos pequeños»

El cardenal dublinés Kevin J. Farrell retrató los peligros al dejar que el «independentismo y el individualismo infecten estas asociaciones»

De la ponencia del cardenal Kevin J. Farrell, camarlengo de la Iglesia y prefecto del Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida, se salió con dos conclusiones, sin ser antitéticas, a saber: que monseñor conoce a la perfección a los cofrades sevillanos por el retrato en negativo que expuso o bien que la naturaleza herida del hombre le impulsa a malversar el caudal de fraternidad que atesoran las hermandades en Sevilla o en cualquier parte del orbe católico.

  Lo dejó dicho el delegado diocesano para las Cofradías, Marcelino Manzano, cuando al término de la exposición, muy pedagógica del cardenal, bromeó con que parecía que hubiera nacido en la calle Feria. Obvio que no, que para algo lleva el patrón de la ciudad de Dublín donde vio la primera luz.

  Cinco apartados

  Dividió su disertación en cinco apartados, los mismos que conformaban el título de su conferencia: ‘Las hermandades: casa y escuela de vida cristiana, comunión y sinodalidad’.

  Así que empezó por la casa, pero por el tejado, sino a ras de suelo: «La hermandad está llamada a ser espacio vital donde cada uno pueda sentirse como en casa, acogido y aceptado en su individualidad y apoyado».

  Y a renglón seguido se preguntó «¿qué lo impide?». La respuesta es conocida de muchos: «La frialdad en las relaciones, cuando entra en juego el anonimato y en vez de cofrades siguen siendo desconocidos; las relaciones se vuelven burocráticas, carentes de sensibilidad, cuando nos juntamos para cumplir ciertas leyes pero no se abre el corazón a los demás; o cuando se limitan las relaciones a los papeles que cada uno desempeña en la hermandad o las jerarquías que se creen, de modo que las personas se esconden detrás del papel y empiezan a prevalecer las logicas del poder, la búsqueda de prestigio social y afirmación del propi ego».

  Como antídoto, prescribió el «cuidado continuo» de los hermanos a fin de que «el independentismo y el individualismo no infecten estas asociaciones».

  Como escuela cristiana, el cardenal Farrell animó a las hermandades a «reinvertir vuestro patrimonio, abierto a lo que Dios suscita» enseñando a «no permanecer inmóviles en el pasado sino que estimulen a abrirse al presente y al futuro».

  Fue un discurso muy apegado a la realidad de las hermandades, como cuando sentenció que «la fe de los hermanos no puede darse por supuesta», sino que la hermandad ha de ser «lugar del primer encuentro con el Señor y la fe» construyendo «caminos graduales de iniciación cristiana».

  Abogó por «educar en la madurez eclesial para no quedarse en el pequeño círculo de la capilla en un rito anual» sino para entrar en «comunión hacia dentro» con los hermanos y «hacia fuera con los pastores», alertando del peligro de las «reivindicaciones de tipo sindical» en la relación con los presbíteros.

  Subrayó la necesidad del perdón para vivir en comunión dentro de la hermandad, señalándolo como un «aspecto crucial». «No es aceptable que los hermanos se guarden rencor, que se hable mal, que se rompan las relaciones y no se vuelvan a dirigir la palabra y se abran guerras internas; es abiertamente contrario a lo que Jesús enseñó».

  Su ponencia tomó como hilo conductor diferentes mensajes del Papa a las hermandades, a las que propuso la síntesis final del Sínodo de la Sinodalidad en la frase acuñada por Francisco: «Escuchar, convocar, discernir, decidir y evaluar».

  «No basta con una reunión ocasional o eventual una vez al año», dejó dicho el cardenal.