Cardo Máximo

La web de Javier Rubio: Columnas periodísticas, intervenciones radiofónicas, escritos…

Viaje a Cracovia / segundo día

Ninguno podríamos decir en qué instante sucedió. Pero todos sabemos dónde ocurrió. En algún momento de la eucaristía en la capilla de la cripta del santuario de San Juan Pablo II, una ráfaga insensible inundó la estancia donde seguíamos la misa en intimidad y nos fue encogiendo el ánimo. La capilla la preside la Virgen de Kalwaria y una lápida igual que la de su tumba en Roma con una reliquia con su sangre incrustada en una escultura en plata del libro Evangelio cuyas hojas cerró caprichoso el viento en la misa de sus exequias, oficiada por el cardenal Ratzinger.

De alguna manera, nos sentíamos así: azotados por el Espíritu, encerrados como estábamos en aquel cenáculo no del piso superior sino de abajo. No fue sentimentalismo, pero hubo lágrimas. No fue emotividad sin más aunque una conmoción recorría los corazones. Algo pasó en el interior de muchos de los que estábamos allí. El vicario dijo haber sentido con claridad que aquel iba a ser el momento culminante de la peregrinación. 

Fue el único que se atrevió a explicarlo con palabras. Era mucho más que una simple emoción pasajera. Al menos, en mi caso, que es del único del que puedo hablar con certeza. En algún momento de la celebración, después de la homilía, eso sí, vi pasar la vocación periodística ante mis ojos: el secuestro, tortura y asesinato del padre Jerzy Popieluszko cuya memoria litúrgica conmemorábamos (cuarenta años justos de su martirio a manos de la policía del régimen comunista) y que yo había seguido por la prensa el año que empecé a estudiar la carrera. 

Y el fallecimiento del Papa polaco el 2 de abril de 2005. No había estado en su funeral, a pesar de la invitación de un compañero del periódico para plantarnos ambos en Roma a la aventura de reportajear las colas de veinticuatro horas, porque dos días después murió mi suegro. Y ahora estaba allí en el santuario que su secretario durante cuarenta años, el más tarde cardenal Stanislaw Dziwisz, había levantado en su memoria justo encima de la cantera en que el futuro Papa maduró su vocación sacerdotal. 

Porque aquella conmoción que me rompía el pecho y casi me saltaba las lágrimas iba de eso. De vocación. Y más concretamente, de vocación de entrega, como había dicho el padre Juan en una homilía con la que empezamos carcajeándonos y acabamos con un nudo en la garganta. O sea, que fue de las buenas, basada en la idea de la entrega. 

De la entrega del padre Popieluszko hasta el martirio en aquella Polonia convulsa del general Jaruzelski y el sindicalista Lech Walesa donde se estaba jugando el futuro de Europa. De la entrega de la reina Eduvigis, enfrentada a los trece años al dilema de un matrimonio de conveniencia para salvar Polonia y resuelto a los pies de un crucifijo del que escuchó la voz que le decía: “Fac quod vides”, “haz lo que ves”, como está escrito en el arco fajón de la capilla que acabábamos de visitar. 

Ese acto de libertad entregada en favor de su pueblo de la reina Eduvigis, como ensalzó Juan Pablo II el día de su canonización, significó la evangelización de su prometido, el príncipe lituano que la tomó por esposa y asoció desde entonces el cristianismo con Polonia. 

O de la entrega del Papa Juan Pablo II, del que habíamos visto la sotana blanca ensangrentada el día del atentado terrorista en la plaza de San Pedro cuando el turco Alí Agca empuñó la pistola con su mano y la mano de la Virgen de Fátima, según intuyó desde entonces el Papa, desvió la bala el 13 de mayo de 1981 para que no afectara órganos vitales. 

Aquello nos había sobrecogido. Impresiona ver las salpicaduras de sangre en el tejido blanco. Había sido lo más impactante de la visita a la capilla mayor del santuario, inserto en un octógono (con el valor mistagógico de este número en los baptisterios, por ejemplo), donde todas las paredes estaban recubiertas con mosaicos del exjesuita Marko Rupnik. En cierta forma, nos predispuso el ánimo para lo que tenía que venir: no los mosaicos, sino la sotana ensangrentada. 

Fue un momento culminante. Cada uno vivió el suyo; pero conectados con el de los demás como una ola que hubiera impactado sobre el mármol blanco de la lápida y nos hubiera salpicado hasta empaparnos. Hubo lágrimas, claro, durante la veneración de la reliquia, prosternados ante la lápida y la ampolla. Los matrimonios se tomaban de la mano, quién besaba, quién oraba, quién se volcaba… mientras las hermanas Ángela y Teresa, de las HAM, no paraban de cantar y todo encajaba. 

Quizá era eso, que por primera vez en este viaje las palabras encajaban con los hechos históricos y con las reliquias y los objetos que habíamos curioseando en el museo del Papa: la Virgen del Rocío que le regaló el cardenal Amigo, una metopa del transbordador espacial de la Nasa, un Cristo velazqueño tallado en el marfil de un colmillo de elefante, unos muñequitos de los bomberos de Zaragoza, fruslerías…

Y también, por gracia sin mérito alguno, encajaba mi propia vida de periodista. Mi vocación de relatar los hechos cotidianos que había vivido desde el otro lado de la barrera profesional cuatro décadas seguidas y que ahora contemplaba en primera línea como peregrino tras las huellas de San Juan Pablo II. La vocación de entrega para que estas líneas hagan rememorar lo vivido en la jornada y sirvan de recuerdo, aunque sea a vuelapluma. La vocación de entregar los dones al servicio de la comunidad. 

“Entrégate sin miedo”, había dicho don Juan Guzmán en una homilía en la que empezó confesando su miedo a predicar en los primeros años de ministerio. Y ese temor de sacerdote novel ya había tenido respuesta en el frontispicio del santuario enclavado en Biale Morza: “Nolite timere”. “No tengáis miedo porque yo he vencido al mundo”, que es la traducción evangélica. 

“Nolite timere”. Haz lo que ves y configúrate con Cristo, ya que has llegado hasta aquí leyendo este resumen personal de la jornada. La visita de la mañana al castillo y la catedral de Wawel donde Wojtyla cantó su primera misa y donde fue ordenado obispo y luego al barrio judío convertido en gueto entre 1941 y 1943 había transcurrido de un modo demasiado turístico. 

Demasiado centrado en los detalles chocantes que tanto impresionan al turista pero cuya acumulación terminan por hastiar al viajero, cuanto más al peregrino. Nos faltó una mirada más espiritual, menos centrada en los pormenores de los artistas, los comitentes y su intrahistoria y más atenta al significado profundo teologal de las obras de arte. Orar con el arte, en una palabra. 

Después de la misa, la visita al santuario de la Misericordia de Santa Faustina lo vivimos -al menos el que escribe- de acá para allá como un añadido en cierto modo prescindible. Lo fundamental ya había sucedido. Aunque ninguno sepamos todavía señalar el momento concreto. El viento sopla donde quiere y cuando quiere. 


Comentarios

Una respuesta a “Viaje a Cracovia / segundo día”

  1. Avatar de
    Anónimo

    San Juan Pablo, no deja de su mano a todo el que va allí y el Espíritu Santo hace su regalo.

    Me gusta

Deja un comentario