Cardo Máximo

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NI LA ARDIENTE imaginación de Ray Bradbury hubiera podido soñar que su metáfora en Fahrenheit 451 de los hombres-libro que memorizan volúmenes enteros salvados de la quema literal impuesta por la autoridad para conseguir la igualdad efectiva de los ciudadanos, felices en su ignorancia, cobraría vida en la «orientación» –nótese el matiz papal– enviada por la Consejería de Educación a los colegios públicos y concertados para que no se les exija a los alumnos disponer de diccionarios, libros de lectura y otro material complementario que los malvados profesores no dudan en repercutir sobre el bolsillo de los padres. Sólo Funes el Memorioso, ese turbador hijo de Borges, habría podido estudiar en esos colegios en los que, a partir de ahora, estar en posesión de un diccionario pasa a ser considerado una muestra de exclusividad clasista incompatible con el igualitarismo que predica la Junta.

Los equipos directivos de los colegios van a ser convocados, a tal efecto, a unas «sesiones de trabajo» –nótese aquí el matiz maoísta de reeducación– para que se les meta en la cabeza que no debe imponerse a las familias ninguna compra  –por supuesto, «voluntaria»– de material de uso individual como cuadernillos de ejercicios o libros, sino que todo esto lo debe proveer el centro con el dinero que no le paga la Consejería de Educación.

Si en vez de regalarles un ordenadorcito portátil a cada alumno, las aulas dispusieran de dispositivos móviles de uso colectivo, los niños se acostumbrarían a buscar las palabras en www.rae.es y a resolver los ejercicios de toda la vida que la editorial de los más famosos cuadernos escolares ha transformado en una aplicación disponible. Y en cuestión de años, tal vez meses, en vez de cargar los chiquillos con los libros en la mochila, bastaría con cargar éstos en un lector electrónico. Pero todo se ha hecho con los pies para garantizarse el aplauso demagógico de quienes entienden que pedirle al niño que traiga un diccionario a la clase para ganar destreza en el manejo del abecedario al tiempo que se acrecienta el vocabulario es un atentado contra la igualdad de oportunidades y, por tanto, debe eliminarse como un exceso.

Proscribir los diccionarios no es más que el estrafalario estrambote a la persecución de la riqueza léxica emprendida con la inestimable ayuda de la televisión. No extrañaría que la gravaran con un impuesto sobre el patrimonio heterodoxo.

¡Uy! Perdón por usar palabreja tan abstrusa que ni universitarios de cuarto curso lograrían descifrar. No lo digo yo, lo dice la académica Carme Riera.

29/5/12


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