Con el último cohete de los fuegos artificiales con que se cierra la Feria se desvaneció también una de las semanas más duras y difíciles –y mira que van unas cuantas, ya- desde el punto de vista económico. Si la realidad es descarnada (desempleo desbocado, economía en recesión, riesgo país escalando frente al bono alemán, degradación de la solvencia del Estado, la Bolsa por los suelos de 2009, los bancos necesitados de más capitalización, copago sanitario y aumento de las tasas universitarias), la previsión futura es aún más descorazonadora. Se acabó lo que se daba. Con toda seguridad, el lector no volverá a conocer el mundo tal como ha sido hasta ahora: todo etá en revisión o, más bien, en almoneda.
Después de una semana de fiesta (que habrá quien prolongue con el puente del Primero de Mayo), Sevilla emerge a la dura realidad de un país arruinado en lo económico, arrasado en lo social y estupefacto en lo político. Por mucho que haya intentado abstraerse de la situación durante el extenso ciclo de sus fiestas primaverales, la ciudad está experimentando los efectos de la crisis en el turismo, como atestigua la baja ocupación hotelera durante la recién terminada Feria de Abril. No está el país para festejos.
Probablemente sea ahora cuando el sevillano medio tome conciencia de la dramática situación a la que nos enfrentamos. Sevilla, como capital de Andalucía, ha estado distraída primero con el juego de las elecciones (¡desde hace un año!) y luego con las dos grandes celebraciones de cada primavera. De la cita electoral de noviembre saltamos a la de marzo y de ahí, apenas una semana después, a la Semana Santa. A continuación, el vigésimo aniversario de la Expo92 dio paso a la Feria, que últimamente no se sabe muy bien cuándo empieza ni cuando acaba. Pero ya resulta imposible no ver la ruina que está ante los ojos: es tan evidente que salta a la vista.
Pasado el tiempo de la celebración y de la fingida alegría, es ahora cuando la ciudad se da de bruces con la cruda realidad que la rodea. La mayoría de las conversaciones privadas en las casetas han girado estos días en torno a la crisis: de qué otra cosa iban a charlar quienes ven peligrar sus empleos, quienes ven agotarse los subsidios, quienes ven acercarse la prejubilación o cualquier otra forma de extinción de su contrato, quienes intuyen el repliegue de sus empresas, quienes se ven asfixiados entre los sueldos menguantes y los arbitrios crecientes, quienes barruntan la proximidad de un expediente de regulación de empleo o quienes están desesperados en el abismo del desempleo.
La ciudad alegre y confiada que se exhibe cada primavera para orgullo de sus vecinos y envidia de cuantos la visitan esconde otra ciudad de penuria y escasez donde no hay paliativo alguno para tanta ruina como la rodea. Ni la Feria –habitual válvula de escape con su numerosa oferta de trabajos de baja cualificación- ha supuesto un alivio temporal para miles de familias con todos sus miembros en el paro. No hay trabajo, no hay ingresos, no hay salida. Tampoco hay Feria, claro, porque el gregarismo voluntarista de las clases populares se perdió hace casi tanto como los corrales en los que la celebración cobraba cuerpo.
El viejo orden sobre el que está construida la Feria decimonónica está a salvo de las embestidas de la crisis. Los terratenientes y los grandes propietarios lo siguen siendo por mucho que se hayan depreciado sus propiedades, para las que tampoco encontrarían ahora comprador alguno en un mercado paralizado. Y la legión de personas a su servicio (en las tareas domésticas o en las faenas del campo: cocineras, camareros, cocheros y lacayos, por no salirnos de la misma Feria) lo sigue estando sin que les haya faltado trabajo.
Es la Feria democrática del último tercio del siglo XX, la del desarrollismo franquista y luego la democracia, la que está en grave riesgo de extinción. Son las clases medias de la burguesía urbana que tomaron el relevo a la tambaleante aristocracia como alma de la fiesta las que más están sufriendo el castigo de esta crisis. Sin dinero que distraer de la renqueante economía doméstica para permitirse más allá de un día de diversión, es el modelo el que está en peligro de desaparecer. Sin movimiento económico en que sustentarse, los caseteros no encontrarán rentabilidad para llevar los ambigúes de las casetas como si fueran bares en pequeñito.
Puede que estemos más cerca del principio –la celebración familiar en unas tiendas en el Prado que duraba tres días- de lo que imaginamos. Hablar en estos momentos de ampliar la recinto o aumentar el número de días feriados se antoja una locura. Se acabó lo que se daba. Hasta aquí hemos llegado. El mundo que conocimos se desmorona por días: pronto no será más que ruinas.
30/4/12


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