Dos iniciativas municipales, y su correspondiente revuelo alrededor, han vuelto a resucitar la añeja cuestión de la imagen de Sevilla, que en el fondo es tanto como preguntarse por la identidad de la ciudad. De un lado, el cartel anunciador de la final de la Copa Davis celebrada en el estadio de la isla de la Cartuja con su flamenca tenista vestida de gitana con pelotas amarillas incrustadas en los volantes; de otro, el vídeo promocional en el que los Reyes Magos se olvidan de repartir los regalos y se quedan amanglados al sol de diciembre en la plaza del Triunfo con la Giralda y un cielo azul purísimo al fondo. Tanto el cartel como el corto han suscitado una catarata de reacciones en contra básicamente por perpetuar una imagen de Sevilla con la que no todos están de acuerdo.
El grupo municipal socialista ha identificado la galbana de Gaspar, Melchor y Baltasar como un insulto a los sevillanos por cuanto incide en el «tópico de la vagancia» que suele achacársenos fuera. La flamenca con raqueta ha sido interpretada como otra vuelta de tuerca al estereotipo con que Sevilla se ha presentado durante tanto tiempo en detrimento de otras realidades tan sevillanas o más que quedan eclipsadas con el uso (y el abuso en muchos casos) a que se someten estos elementos que singularizan su imagen a escala internacional.
Es indudable, para bien y para mal, que el estereotipo de Sevilla está construido a partir de la visión que de la ciudad dejaron impresa los viajeros románticos que tomaron Andalucía como la última frontera del exotismo en la Europa occidental del siglo XIX. Y ese cliché ha perdurado durante dos siglos sin apenas variación: Carmen la cigarrera encierra el alma de Sevilla a ojos de los extranjeros por más que nosotros seamos conscientes de que ya no van las cigarreras por la calle San Fernando ni por ninguna otra porque la fábrica cerró.
De acuerdo en que ya no quedan capitanes donosos de los Dragones que matan a sus amadas mientras la multitud aclama al toreador en la Maestranza. Pero eso importa tan poco al imaginario colectivo como que la mayoría de los gentlemen andan por la calle en Londres sin paraguas ni bombín. Ambos han llegado a fijarse como un icono ciudadano contra el que no cabe otro remedio que convivir con él.
Afortunada la ciudad que tiene una imagen tan potente como para imponerse rotunda afirmando su personalidad allí donde se se reproduzca. Parece obvio que la Giralda funciona así con la Sagrada Familia de Barcelona, la silueta de la Alhambra de Granada, el reloj de la puerta del Sol de Madrid y el acueducto de Segovia en España. Pero poco más.
La suerte de disponer de una imagen universalmente conocida e identificable es que acelera y abarata el proceso de comunicación y más en estos tiempos de agitada velocidad. El flamenco y los toros son símbolos asociados con Andalucía (y por ende con España en un préstamo de identidad colectiva) que tienen en Sevilla su epicentro como capital.
Podrá argumentarse que la flamenca con la raqueta en la mano es un recurso manido o está poco elaborada al provenir de un clip-art de un banco de recursos iconográficos o que incluso resulta ridícula la composición porque la yuxtaposición de deporte y folclore chirría. Pero nadie puede dudar de que la flamenca vestida con el traje de lunares se identifica al primer golpe de vista con Sevilla.
Ahora bien, esa ventaja que han depositado a nuestros pies la tradición, la literatura costumbrista o la exaltación del folclore podemos aprovecharla o ignorarla, pero sabiendo que la renuncia a un icono obliga a un trabajo de síntesis y de comunicación visual que excedía, sin duda, del alcance de un cartel menor. Es curioso comprobar cómo la serie de carteles para la Expo 92 de reputados diseñadores gráficos se quedó prácticamente inédita porque la crítica feroz ejercida entonces fue que las naranjas caídas sobre un suelo escaqueado del diseño ganador de Guy Billout no representaba a Sevilla. El pintor Luis Gordillo, en el jurado, lo dejó claro: «Ninguno de los que han concurrido al concurso tenía la garra suficiente para representar algo tan importante». Ahora nos hemos pasado como antes nos quedamos cortos, ¿no?
O sea, que estamos como al principio, discutiendo si conviene a nuestra imagen de marca como destino (turístico, residencial o de inversión) seguir explotando los mismos iconos ya asentados o inventar algún otro como el puente del Alamillo, que es acaso la única construcción de finales del siglo XX con fuerza para ello.
En el fondo, se trata de cómo nos vemos nosotros mismos y cómo queremos que nos vean. Quizá sea más de lo primero que de lo segundo: a lo mejor tenemos que empezar a saber trascender (qué mejor que reírse de ellos) nuestros tópicos heredados para construir una nueva identidad colectiva con la que todos podamos reconocernos a gusto.
javier.rubio@elmundo.es
5/12/11


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