EL HIJO no sabe lo que estoy escribiendo. De hecho, ni siquiera intuye que esta columna vaya a existir. Es difícil imaginar que una existencia anónima para el gran público, una vida plena para los suyos, pero desconocida para todos los demás, pueda saltar a los honores de la letra impresa apenas tres días después de unas decisivas elecciones generales, con la política repiqueteando en todas las páginas del periódico y todas las conversaciones. Pero aquí está y él todavía no lo sabe. Alguien se la descubrirá en papel o la encontrará por sus propios medios en su versión digital como hace cada día incluso en la distancia. Sólo que hoy, después de lo acostumbrado.
El hijo leerá este artículo más tarde, con lágrimas en los ojos aún. Y lo agradecerá como se agradecen los pésames, reconfortado apenas con el envoltorio de unas palabras que no dicen nada y lo dicen todo, aliviado con el abrazo hondo y el tiempo que se regala a los amigos: el más precioso don que se entregan las personas.
Porque esta es la columna de una vida imposible de abarcar: aquí están el colegio donde Madre Angelita enseñaba a las niñas en tiempos de Primo de Rivera, las muletas blancas para hacer la primera comunión, el milagro inexplicable, el hotel Alfonso XIII, la guerra y los años del hambre, el bulevar de la calle Eduardo Dato, cuatro niños de la mano camino de la Feria del Prado, los chiquillos canjeando cascos de botella por globos de colores, los tranvías por el centro, el carro de la nieve rodeado de zagalones potreando, las penas ajenas en la cárcel cercana, la familia emigrada a Caracas, cinco bodas y un funeral…
La sucesión de imágenes del álbum familiar resulta inútil para mostrar las ganas de vivir, el optimismo desbordante, la alegría de sentirse viva, la determinación para sobreponerse a las propias adversidades, la capacidad para encontrar siempre el lado bueno de las cosas, el contagioso entusiasmo por la fiesta a su alrededor, el buen humor incluso en los peores trances, el carácter indómito para mantener el timón firme en la tempestad y la plenitud de 92 años vividos experimentando el gozo de esos pequeños instantes que engarzados a lo largo de nuestra existencia nos empeñamos en denominar felicidad.
El hijo no sabe aún lo que quiero decirle por más que muchos le hayan hecho esa misma confidencia estos días: qué dicha más grande apellidarse «…y Sánchez por parte de madre».
javier.rubio@elmundo.es
23/11/11


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