El primer día de clase en la Universidad, a M. le dieron a elegir entre estas dos opciones: o acudir a clase sin falta (dentro de un orden, claro) todo el curso y presentar al final del año un trabajo ad hoc propuesto por el profesor o presentarse a los exámenes cuando toquen y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
El primer día de clase en el instituto, R. perdió media hora en mandar callar a los alumnos. En la otra media hora en que pudo hacerse oír, comprendió que la vitola de bilingüe del curso no se correspondía en la práctica con la competencia lingüística de los alumnos de un curso de Educación Secundaria Obligatoria para seguir y expresarse en el segundo idioma en el que tienen que desenvolverse las clases. En muchos casos, porque los chavales nunca han manejado ese segundo idioma en el que ahora tienen que cursar los estudios.
No es por ser pesimista, pero nada de eso importa. No importa en absoluto que los universitarios consigan un aprobado con sólo demostrar buena conducta y habilidad para que el profesor de la asignatura no descubra el copia y pega con el que solventarán la asignatura. No importa para nada que el curso bilingüe lo sea sólo sobre el papel.
Pero no le importa a nadie, que es lo pavoroso. Por supuesto, la mayoría de los alumnos (universitarios o adolescentes) no se siente concernida por su futuro más allá de la retórica al uso sobre el destino de sus vidas. No le importa -salvo honrosísimas excepciones- a un profesorado desprestigiado, sin motivación, que siente aun más amenazado su estatus social y que se ve en el centro del debate político sin que nadie se preocupe de resolver cuestiones cotidianas como imponer el orden necesario en el aula para que florezca el trabajo intelectual. No le importa en una abrumadora proporción a los padres, que sólo aspiran a quitarse de encima a unos zangolotinos ingobernables el mayor tiempo posible sin exponerlos a los peligros de la calle: el instituto les ofrece la última barrera contra la holgazanería.
Y por supuesto, no le importa lo más mínimo a la autoridad educativa, preocupada tan sólo por cuadrar las estadísticas que sirvan para tirárselas a la cabeza al rival político en un patético intercambio de pareceres desde los escaños de una asamblea parlamentaria. Si los niños saben inglés suficiente para seguir la clase de Geología o si los futuros maestros salen con lagunas del tamaño del Ladoga, el Onega y el Paipus (los tres lagos siberianos de 7º de EGB) juntos no es motivo de su incumbencia. El estadillo proclamará solemnemente el porcentaje de alumnos en cursos bilingües y el título universitario firmado por el Rey señalará no con menos solemnidad la suficiencia del estudiante egresado. Ahí acaba su función.
Entonces, si no le interesa a nadie, ¿por qué la educación se ha convertido de repente en el campo de batalla electoral?
La enseñanza ofrece, a ojos de la izquierda, un territorio donde confrontar la supuesta superioridad moral de los progresistas con la cicatera actitud mercantilista que atribuyen a la derecha. O sea, un territorio doctrinal en el que las actitudes de una y otra opción políticas quedan retratadas de forma elocuente a los ojos del electorado. Y en esas estamos: a vueltas con los comecuras, peleándonos por si 18 horas lectivas son pocas o 21 horas de clase a la semana son demasiadas, enfrascados en cuál debe ser el prorrateo de alumnos extranjeros por colegio, discutiendo si la escuela pública y gratuita es la única garantía de la igualdad de oportunidades que debe caracterizar un sistema educativo universal y cosas por el estilo.
Pero mientras seguimos enredados en nuestros presupuestos ideológicos de los que nadie nos va a apear, surgen en todo el mundo iniciativas y experimentos que sí están obteniendo resultados tangibles para mejorar el nivel del alumnado. En Suecia, por ejemplo, paradigma del Estado del Bienestar, hace algún tiempo que se quitaron la venda de los ojos de la escuela pública como única garante de la deseada cohesión social: las charter schools han traspasado ya fronteras. En Ontario (Canadá), con uno de los niveles de vida mayores del mundo, pusieron el acento en la descentralización y en la implicación de cada escuela en el proceso de mejora. En Sajonia (Alemania) han avanzado aumentando dos años (de 11 a 13) la edad en que los chicos son separados, según su rendimiento. En Estados Unidos hay monitores militares imponiendo disciplina, como paso previo, en los institutos más rebeldes. ¡Y funcionan!
Hay tantas opciones como sistemas educativos, pero la discusión tiene que ser franca y desprovista de apriorismos o recetas caducadas. Sólo cuando entendamos que M. y R. se merecen algo mejor de lo que le estamos dando podremos empezar a mejorar.
javier.rubio@elmundo.es
26/9/11

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