Cardo Máximo

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Una magnolia para el grande

CÓMO LAS MECE el viento! Con qué suavidad las va acariciando a cada poco que se abren sus pétalos carnosos y sensuales como los labios de la amada. Con qué delicadeza las blanquea el sol, allí en lo alto, como una bandada de palomas que se hubiera posado en las ramas más inaccesibles. Cómo se ocultan recatadas a las miradas furtivas de quienes son capaces de levantar la cabeza del suelo de sus propios problemas cotidianos y admirarlas hermosas y radiantes como las novias secretas que son: inalcanzables para los ansiosos, a resguardo de los impacientes, dejándose querer sólo para quienes se abandonan a su contemplación con deleite sin mirar de reojo al reloj.

Cómo es posible que se despliegue tanta hermosura ante nuestros ojos sin que la veamos en realidad. De las jacarandas que azulean el fondo de la glorieta de los Marineros Voluntarios componiendo un decorado perfecto no habrá ningún gabinete de prensa que informe del número exacto de turistas que se admiraron de que esos árboles, tiritando de frío sin hojas en su otoño austral, nos hayan regalado el prodigio de pintarnos los cielos como cada año. Sin embargo, se entretienen contando los que treparon al maderamen inerte de la Encarnación para mirar por encima del hombro al laurel de Indias encorsetado con piezas del mecano.

Qué injusta la primavera de Sevilla. El azahar se lleva los versos, pero la nieve la derraman los árboles del paraíso, seguro azar. Exhaustas han quedado las melias, trémulas hasta el año que viene en que vuelvan a encanecerse después de vestirse de verde. Las tipuanas y los paraísos aguardan su momento, allá por junio, cuando amarilleen los suelos de la ciudad en contraste con el cielo azul inmenso.

Toda la ciudad es una explosión de floridos colores de una intensidad que llega a herir como la espina aguda del deseo que citaba Cernuda. Ni siquiera los monumentos plantados por la mano del hombre, los puentes de los ingenieros, los pináculos de los canteros, los atauriques de los alarifes, las vidrieras de los plomeros, las tallas de los imagineros son capaces de competir con esta sinfonía lujuriosa de la primavera restallante que se abre paso entre los vídeos de la campaña electoral, los temblores de la tierra y las miserias de nuestros días menores.

Seve Ballesteros el Grande -como lo despide la prensa británica, de suyo tan cicatera con los halagos- descansa para siempre a los pies de un magnolio aún sin florecer. Ojalá una magnolia del parque de María Luisa volara hasta Pedreña.

javier.rubio@elmundo.es

12/5/11


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