Ha sido la muletilla de la semana. No había invitado, testigo de algún hecho opinable o experto en cualquier materia que no rematara la fórmula de cortesía con esa expresión vacía, de aflicción afectada: «Buenas tardes, por decir algo». Como si la urbanidad entendiera de meteoros. Pero a esta dictadura de los sentimientos nos ha llevado la información al segundo, degradando lo que tendría que ser intimidad para achabacanarlo en vulgaridad; convirtiendo lo que debería ser reflexión en mera improvisación; y arruinando lo que era el saber estar hasta revolcarlo por el fango de las idiosincrasias.
Así que, querido lector, «buenos días». Que lo cortés no quita lo valiente, ni lo sentido tiene por qué amenguar la cortesía debida. Y ahora examinemos la cuestión. Porque cuestión hay: la peor Semana Santa de 1649 -el año de la peste que se llevó a un tercio de la población sevillana- como la ha caracterizado Paco Robles o una maldición, como ha querido ver la compañera Eva Díaz Pérez, de suyo tan refractaria a esas interpretaciones mistéricas.
Es evidente que algo grave ha pasado para que el número de cofradías sin poner un pie en la calle haya superado ampliamente al de las que han hecho estación de penitencia. Cinco jornadas completas sin que ninguna hermandad alcance la carrera oficial, el triduo sacro ayuno de pasos… y una ruina en lo económico como nunca antes se había visto. Ni en 1649 ni en 1933 (los precedentes más inmediatos porque no salió ninguna) la economía de la ciudad era tan dependiente de las fiestas primaverales como lo es ahora.
En una sociedad tan terciaria como la sevillana y con tal segmentación de los ingresos, las dos semanas de fiestas de primavera (Semana Santa y Feria) son claves para la redistribución de la riqueza: miles de parados encuentran una salida provisional con empleos precarios bajo cuerda de camareros, guardas, mozos o lo que sea. Eso era así y sigue siendo, para vergüenza de todos los que se proclaman artífices de la transformación de la ciudad.
Pero la lluvia que dejaba sin palabras a los cofrades -«por decir algo»-, dejaba sin su recompensa a una legión de trabajadores que veían cómo se esfumaba la ganancia de una semana con la que mitigar las carencias de muchas otras. ¿Cuánto dinero han dejado de ganar los taxistas?, ¿cuánto dinero han desembolsado los bares haciendo acopio para unos clientes que se han esfumado?, ¿cuántas cancelaciones de última hora han impedido a los hoteles colgar el cartel de completos?, ¿cuántos viajes en metro han dejado de facturarse?
El impacto económico de la Semana Santa lo cifraba el Ayuntamiento en 240 millones de euros. Aproximadamente, el 1,2% del PIB de la capital. El gasto medio de los visitantes estaba calculado en 233,5 euros por persona y día. Sólo en transporte, el gasto durante la semana está cifrado en 3.113.881 euros, de los que casi un tercio corresponde a la factura de los forasteros. Y otro tanto en los cafés, bares y restaurantes, cuya cifra neta de negocio se remonta por encima de los 6 millones de euros en estas fechas, con un impacto total de 20 millones de euros una vez aplicadas las tablas de input/output.
En qué medida se ha reducido ese impacto, esa derrama de millones en establecimientos hosteleros, taxistas, agencias de viaje y hoteles. Los primeros cálculos hablan de una merma del 25% o del 30% en los ingresos previstos. Puede que incluso más. Sin contar los gastos extraordinarios como acopios, contrataciones ad hoc y permisos especiales en que hubieran incurrido los establecimientos.
Estos días infaustos, el llanto que se veía y que los medios de comunicación inmortalizaban era el de los nazarenos, acólitos y costaleros que veían frustrada su ilusión de un año entero. Pero era mucho más hondo el lamento de quienes veían marcharse la ganancia de doce meses en apenas cuatro días de lluvia. Qué terrible lección nos ha dado la madre naturaleza.
No ha sido un tsunami -gracias a Dios, aquí no hay más víctima que la señora atropellada por el tranvía-, pero la lluvia deja un poso de vulnerabilidad, de contingencia en la celebración de la Semana Santa que debería servir para reflexionar acerca de las bases ciertamente inestables sobre las que se asienta la economía sevillana.
Seguimos siendo dependientes del turismo y de su gasto asociado, concentrado además en un mes del año. Todos los esfuerzos por desestacionalizar la temporada alta han resultado infructuosos: el tirón de la madrugada del Viernes Santo es suficiente reclamo para concitar a propios y extraños… salvo cuando se pone a diluviar y no hay madrugada en 175 años. Por decir algo, vamos.
25/4/11
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